Antonio Piñero
Tres
libros recientes, y un cuarto, de 1998, han planteado de manera diversa e
interesante una de las mayores y fundamentales cuestiones de los orígenes del
cristianismo: ¿cómo fue posible que un ser humano, el «rabino» Jesús de
Nazaret, fuera tenido por sus seguidores, muy poco tiempo después de su muerte,
no por un simple hombre sino por un ser divino? ¿Cómo puede entenderse
históricamente este proceso? ¿Debe considerarse como algo único y sin parangón
en la historia? Probablemente, los lectores de Revista de Libros
recordarán que hace poco se comentó en estas mismas páginas el libro de Javier
Gomá, Necesario pero imposible, que planteaba una cuestión análoga.
El primer libro ahora reseñado no ha sido traducido al castellano,
aunque lo merece, y afecta directamente al tema, de ahí que lo incluyamos aquí.
Su autor es profesor de Judaísmo y Cristianismo Primitivo en el Corpus Christi
College de Cambridge. El libro ofrece un nuevo planteamiento de dos temas
centrales para el credo cristiano. El primero es la importancia del mesianismo
en el judaísmo de la época del Segundo Templo (desde la reconstrucción del
santuario de Salomón en el siglo V a. C. hasta su destrucción en el 70 d. C.
tras la Gran Revuelta judía iniciada en el 66), menos reconocida por los
investigadores de lo que debería; el segundo, el origen del culto a Cristo, en
apariencia una manifestación clara de la helenización del cristianismo para
muchos estudiosos, pero cuyas raíces, según Horbury, hay que buscarlas en el
judaísmo.
El libro comienza con una excelente introducción al «mesianismo» en el
Antiguo Testamento, labor absolutamente necesaria, porque en este corpus
encontramos sólo un mesianismo indirecto. Como afirma con razón Florentino
García Martínez, el editor y traductor al español de los manuscritos del Mar
Muerto (Trotta), de las treinta y nueve veces que aparece en ellos el vocablo
«mesías» ninguna significa exactamente lo que entendemos hoy por tal término,
pero las raíces de las concepciones que posteriormente emplearán el título de
«mesías» se hallan en textos del Antiguo Testamento que no emplean tal vocablo.
Las bendiciones de Jacob (Génesis 49, 10), el oráculo de Balaán (Números 24,
17), la profecía de Natán (2 Samuel, 7) y los salmos reales (como los Salmos 2
y 110) serán desarrollados por Isaías, Jeremías y Ezequiel hacia la espera de
un futuro mesías heredero del trono de David. Las promesas de restauración del
sacerdocio en Jeremías 33, 14-26 y Zacarías 3 son el origen de la creencia en
un mesías sacerdotal. Igualmente, la misteriosa figura del siervo de Yahvé de
los capítulos 40-55 de Isaías dará como resultado el desarrollo de la esperanza
de un «mesías sufriente», y el anuncio de Malaquías 3, 1 de que Dios ha de
enviar a su «ángel» como mensajero para preparar su venida permitirá
desarrollar la creencia de un mediador escatológico de origen no terrestre.
Según Horbury, el culto a Cristo se deriva de la veneración muy antigua
al soberano «mesiánico» judío
Horbury describe con precisión los prototipos mesiánicos: Moisés, David,
el Hijo del Hombre de Daniel, El Siervo sufriente, ángeles especiales como
Miguel, figuras del Antiguo Testamento que influirán en las ideas mesiánicas
cristianas, y expone cómo en la época del Segundo Templo el mesianismo se hace
moneda común entre las esperanzas del pueblo judío. El hecho de que la Biblia
hebrea fuera traducida al griego (denominada Septuaginta o de los «Setenta»
traductores) en la Diáspora –desde 270 a. C. en adelante– contribuyó
notablemente a la consolidación del mesianismo, pues toda ella se convirtió en
una suerte de alegato mesiánico por la tarea de edición: ciertas
transformaciones del texto base hebreo realizadas voluntariamente en el proceso
de esa versión de una lengua a la otra. Horbury insiste con razón en este
punto. El mesianismo en el corpus de los Apócrifos del Antiguo Testamento, casi
todo él anterior al cristianismo, e igualmente en los escritos de Qumrán,
proporciona también la base para afirmar la centralidad y la importancia de las
esperanzas mesiánicas previas al cristianismo.
El siguiente paso de Horbury es destacar con toda razón la coherencia
esencial del mesianismo a lo largo de siglos de desarrollo y consolidación,
digamos hasta finales del siglo I de nuestra era: la figura del mesías, a pesar
de tener rasgos variadísimos en el judaísmo, conserva siempre la unión de las
esperanzas mesiánicas con la sucesión de reyes y gobernantes o personajes
prominentes «israelitas»: Henoc, Melquisedec, Moisés, Josué David… hasta las
diez u once «mesías» –Juan Bautista y Jesús de Nazaret incluidos– que surgen
desde la muerte de Herodes el Grande hasta el fin de la Gran Guerra entre Roma
e Israel (66-70 d. C.). Incluso cuando el pueblo piensa en una liberación
celestial, por Dios mismo o por sus agentes incluidos los ángeles, se trata de
algo coherente con lo anterior, pues todo el conjunto se imagina en torno al
reino divino en la tierra ejercido a través del rey «mesías». La tesis central de
Horbury es por ello afirmar la existencia de un vínculo de causa-efecto entre
este floreciente mesianismo precristiano y el que se dio en la época herodiana
y posterior, en la que nace el culto a Cristo como entidad mesiánica divina:
ambos mesianismos están centrados en la figura de un rey mesías. Los parecidos
entre el culto cristiano y el que se ofrecía a los héroes, soberanos en el
mundo pagano, no debe sorprender –sostiene Horbury–, porque el mesianismo
judío, por la veneración a reyes y figuras mesiánicas, compartía muchos rasgos
con estos cultos gentiles, principalmente griegos, a personas humanas.
Por tanto, debe insistirse –sostiene Horbury– en que el mesianismo
cristiano se halla en continuidad indudable con las concepciones judías,
anteriores y posteriores al cristianismo, de veneración y exaltación de los
gobernantes de Israel: el culto a Cristo, el «ungido» como los monarcas
israelitas, nace directamente cuando los primeros seguidores de Jesús reconocen
su carácter de rey mesiánico celestial. Caer en la cuenta de ello y aceptar sus
consecuencias llevó, según Horbury, a venerar a Cristo como divino, un ser a
quien conviene incluso la proskínesis (doblar la rodilla ante la
divinidad). Ahora bien, los seguidores de Jesús creyeron que su mesianismo
comenzó ya en su ministerio terrestre, pero que se hizo patente y se
intensificó con su exaltación por Dios en la resurrección. Y desde el cielo
volverá a la tierra a implantar definitivamente su reino. Los rasgos
principales del Cristo viviente y exaltado son ser plenamente «señor y
rey/mesías».
Un punto interesante para los cristianos en la argumentación de nuestro
autor es que el judaísmo precristiano había desarrollado ya la noción de un
mesías con rasgos angélico-espirituales y celestes, características luego
asumidas por el cristianismo. Textos judíos precristianos señalan, en primer
lugar, la coordinación de las tareas angélicas con las labores de las figuras
mesiánicas y luego, con más claridad, la concepción de un mesías con verdaderos
rasgos angélicos y suprahumanos. Horbury indica cómo se crea dentro del
judaísmo incluso una cierta idea de la preexistencia del mesías, si no como
figura concreta, sí al menos como concepto. Probablemente debe entenderse del
siguiente modo: al igual que los judíos estaban convencidos de que la ley
otorgada a Moisés era eterna y preexistía en la mente divina antes de la
creación del mundo, del mismo modo el concepto de mesías existía también en la
mente de Dios antes del universo. Naturalmente este mesías está muy
espiritualizado y es celestial. En torno a la época cristiana ya está bien
formada la idea de que el mesías es una figura humana, ciertamente, pero dotada
de virtudes y poderes celestes que pueden verse como manifestación y
«encarnación» del Espíritu divino. A lo largo de la historia muchos grupos
judíos, los cristianos entre ellos, han ido teniendo su mesías; han sido estos
últimos, sin embargo, quienes han acentuado hasta hoy este aspecto espiritual
del mesianismo, pero todo ello es profundamente judío.
Un problema metodológico de este
libro puede ser la abundantísima utilización por parte de Horbury de textos
judíos cronológicamente posteriores al Nuevo Testamento para completar las
fuentes respecto al mesianismo israelita y los orígenes del cristianismo. Me
refiero a los midrasim (composiciones judías que toman pie de uno o varios
textos de la Escritura, y que reescriben en clave homilética o teológica para
expresar con claridad una noción que no aparece claramente en el texto
bíblico), a los targumim/targumes (traducciones parafrásticas del texto hebreo
de la Biblia –leída los sábados en las sinagogas, que la gente normal no
entendía bien ya que su lengua usual, en Israel, era el arameo, no el hebreo–,
que incorporaban en el texto original frases complementarias, o eliminaban
sentencias aparentemente escandalosas, variaciones éstas que nos dan pistas
sobre lo que se pensaba teológicamente en las sinagogas de esos tiempos) y a
literatura rabínica en general, originada desde el siglo III d. C. Este sistema
de retroproyección de nociones teológicas tomadas de fuentes posteriores está
fuertemente lastrado metodológicamente por la dificultad de la fecha de
composición, pero Horbury urge al lector a aceptar que, aunque los textos
aducidos en refuerzo sean tardíos, sirven al menos para percibir corrientes
comunes de exégesis que continúan en el judaísmo durante tiempo y tiempo sin
variaciones perceptibles, líneas de evolución seguras, descubrimiento de textos
del Antiguo Testamento que fueron considerados mesiánicos de modo continuo,
etc.
En síntesis: aunque ayudado por el entorno de cultos paganos semejantes
en su exaltación de seres humanos a entes divinos, el culto a Cristo se deriva
directa y concretamente de la veneración muy antigua al soberano «mesiánico»
judío (aparezca o no el vocablo «mesías») dotado de virtudes especiales. Según
Horbury, los títulos otorgados a Jesús como cristo o mesías en el Nuevo
Testamento –Señor, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, Salvador, sumo sacerdote
(Epístola a los Hebreos) y Dios directamente (Evangelio de Juan, Hebreos, Tito
y 2 Pedro)– apuntan hacia una derivación directa de este mesianismo judío,
terrenal, espiritual, celeste y poderoso en dones divinos.
El libro de Horbury es de una erudición avasalladora, pero no me acaba
de convencer su argumentación. No llego a ver en el mesianismo de Jesús una
relación única de causa y efecto, sino una de las causas, importante sin duda,
que llevan a su culto. Pero no percibo con nitidez una línea de continuidad
entre la simple veneración por parte de los judíos del siglo I a las figuras
mesiánicas de su pasado y la explosión del culto cristiano a Jesús que muestran
ya las cartas de Pablo. No me parece correcto describir la veneración judía por
sus héroes mesiánicos como un «culto». Tampoco veo espontáneamente, al recordar
el tenor de las cartas de Pablo, los primeros testimonios cristianos del culto
a Cristo, que el Apóstol hubiera concebido a Jesús como una suerte de figura de
monarca, un rey angélico/espiritual, lo que hubiera favorecido tal culto (a
pesar de su designación de Jesús como «espíritu vivificante» en 1 Corintios 15,
45). Sí me parecen acertadas dos cosas señaladas por Horbury: primera, la
noción de preexistencia, al menos del concepto de mesías, apunta hacia el
camino correcto en la generación de la divinización de Jesús y su culto.
Segunda: a juzgar por el contenido del primer discurso de Pedro, recogido en
Hechos de los Apóstoles 2, el mesianismo consolidado de Jesús tras su
resurrección forma una de las bases sólidas de tal culto (pero no la única).
Queda sin aclarar en la obra de Horbury cómo se dio concretamente el paso de la
divinización de Jesús y qué razones psicológicas llevaron a los primeros
cristianos al culto a su mesías, cuando sus connacionales judíos no lo rendían
a las figuras que, según Horbury, eran casi iguales.
Para Hurtado, el culto a Jesús careció de auténtica analogía en el mundo
judío y constituyó un fenómeno sin precedentes
La obra de Larry W. Hurtado, profesor emérito de Lengua, Literatura y
Teología del Nuevo Testamento de la Universidad de Edimburgo, apareció en 2005,
aunque es el fruto maduro y sintético de otras investigaciones anteriores sobre
el mismo tema publicadas desde hace años (One God, One Lord. Early
Christian Devotion and Ancient Jewish Monotheism, Filadelfia, Augsberg Fortress, 1988). En 2008, la editorial Sígueme tradujo
al castellano Lord Jesus Christ: Devotion to Jesus in Earliest Christianity (Señor
Jesucristo. La devoción a Jesús en el cristianismo primitivo). Estos libros
han tardado en verterse al castellano por temor probablemente a las
consecuencias implícitas de su contenido, muy claras en el título del librito
que comentamos: ¿Cómo llegó Jesús a ser Dios? Puede entenderse –sea o no
éste el pensamiento profundo del autor– que Jesús no fue Dios por esencia y
desde siempre, sino que llegó a serlo, es decir, fue deificado por los hombres.
El primer capítulo de la obra de Hurtado da por supuesto el hecho de la
«divinización» de Jesús (lo entrecomillamos porque nuestro autor afirmará que
este término no es feliz ni correcto), y analiza breve pero certeramente las
teorías más importantes que dan cuenta de este proceso. La primera, famosa e
influyente, de Wilhem Bousset, expresada en su libro Kyrios Christos, de
1933, postulaba que este paso se dio por influjo neto y claro de los procesos
paganos de veneración de los semidioses y héroes vividos previamente entre los
cristianos de origen gentil que habitaban la zona de Siria a mediados del siglo
I d. C. Esta explicación ha sido moneda corriente durante decenios, al ser
admitida y propalada por muchos estudiosos con algunas variaciones, como, por
ejemplo, retrasar este proceso de mediados del siglo I a finales de la
centuria, época de composición del Evangelio de Juan (como hace Maurice Casey
en su obra From Jewish Prophet to Gentile God. The Origins
and Development of New Testament Christology, Cambridge, James Clarke, 1991). La teoría de la influencia de las
apoteosis paganas es atractiva, puesto que resulta difícil a primera vista que
judíos, estricta y fanáticamente monoteístas por hipótesis, pudieran dar un
paso semejante, más plausible, sin embargo, entre gentes que procedían ya del
politeísmo.
Hurtado, por su parte, estima que esta presunción de Bousset-Casey es
absolutamente imposible por dos razones. Una cronológica: a juzgar por las
cartas de Pablo –quien se convierte a la fe de Jesús como mesías tan solo uno o
dos años después de la muerte del Maestro y que es el autor de los primeros
escritos cristianos (desde 1 Tesalonicenses, hacia 51 d. C., hasta Romanos,
hacia 58 d. C.)– debe obtenerse necesariamente la deducción de que el culto a
Cristo no fue un proceso evolutivo, que hubo de llevar décadas, sino que
explotó como un volcán repentino inmediatamente después de la muerte y
resurrección de Jesús. Y en segundo lugar: en esas primeras décadas casi todos
los seguidores de Jesús eran judíos. Los paganos que creían en un mesías judío
eran escasísimos; no pudieron ejercer apenas influjo, por tanto, en la devoción
a Jesús. Consecuentemente, si los que divinizaron a Jesús eran judíos, será
mejor buscar la causa dentro de las corrientes judías de la época, puesto que
es altamente implausible que judíos monoteístas pudieran imitar un proceso
pagano, en sí idolátrico, para divinizar al ser por el que darían hasta su
vida.
La segunda teoría criticada por Hurtado es la defendida por William
Horbury en Jewish Messianism and the Cult of Christ, que acabamos de
comentar. La crítica de Hurtado a Horbury es breve pero dura: Horbury define el
«culto» de un modo vago e inútil para que el lector piense que pudo inducir
cualquier tipo de adoración efectiva de Jesús. Horbury ignora en toda su obra
el empeño judío por distinguir entre Dios y los demás seres, incluidos los
celestiales, y minusvalora la notable diferencia entre la praxis cultual judía
de la época y el tipo de devoción ofrecido a Jesús en el cristianismo
primitivo.
La tercera línea explicativa del
proceso de divinización de Jesús, recogida y criticada por Hurtado, es la
defendida sobre todo por Richard Bauckham y Timo Eskola. Postulan ambos que la
causa del culto a Jesús fueron las convicciones teológicas de los primeros
seguidores del Nazareno. Los cristianos, tras creer firmemente que Dios había
resucitado a Jesús y lo había situado en el cielo, es decir, lo había
entronizado, se convencieron espontáneamente de que era conveniente adorarlo. Esta
veneración pudo quizá tener también otro fundamento, aunque dudoso: sus
seguidores creían que Jesús, en cuanto mesías, había participado de algún modo
al lado de Dios en la creación del universo y, tras compartir el trono divino
después de su resurrección, participaba en su conservación y en el proceso
hacia la consumación final de su historia. Los autores del Antiguo Testamento
hablaban de estas funciones como acciones de la Sabiduría divina, pero los
cristianos las refirieron a Cristo. La equiparación Cristo = Sabiduría pudo
conducir también al culto.
Hurtado alaba los dos propósitos de Bauckham y Eskola: situar las
explicaciones del culto a Jesús dentro del ambiente judío del siglo I, y
defender que tal veneración apareció muy pronto en el grupo cristiano. Pero
estima que estas dos propuestas son insuficientes: ¿por qué no poseemos
indicios de que los judíos rindieron culto a la Sabiduría divina presentada,
como Jesús, en términos personificados y sumamente excelsos? Si las
concepciones teológicas tienen como consecuencia lógica y espontánea el culto,
¿por qué personajes excelsos y exaltados en el judaísmo como el arcángel
Miguel, o el profeta Henoc, o Moisés, no provocaron necesariamente una
veneración análoga entre los judíos?
Hurtado deduce entonces que el culto a Jesús careció de auténtica
analogía en el mundo judío, y antiguo en general, y que constituyó un fenómeno
sin precedentes. Y si tal culto sólo está testimoniado entre los cristianos por
textos irrefutables, es claro que la veneración al Logos encarnado, Jesús, es
un novum, una «mutación» (vocablo empleado por Hurtado) dentro de la
historia de las religiones, introducida por los seguidores de Jesús.
Esto puede ser verdad pero, como veremos por las tesis de Boyarin que se
expondrán posteriormente, puede matizarse que, aunque ese novum en
cuanto fenómeno de culto sea innegable, la creencia que lo sustenta, la
existencia de intermediaros divinos, cercanos al ámbito humano, tuvo ya una
gran importancia dentro del judaísmo helenístico y no era nada nueva. Estoy de
acuerdo con Hurtado en la idea de que de las cartas de Pablo debe deducirse que
esta veneración a Jesús fue muy temprana; estaba viva ya en las dos primeras
décadas tras la muerte del Maestro; los conversos gentiles eran ciertamente
pocos en esos momentos como para haber influido notablemente; los judíos
convertidos al mesías no estarían muy dispuestos a imitar un proceso pagano de
deificación. Por tanto, me parece plausible el rechazo de Hurtado a concebir la
deificación de Jesús como un proceso evolutivo al estilo de Bousset y Casey.
También estoy de acuerdo en que no basta con que se produjera una creencia
puramente teológica entre los primeros seguidores para dar nacimiento a un
verdadero culto, porque en el judaísmo no ocurrió así.
Dunn concluye que el cristianismo no es una religión triteísta sino
monoteísta, puesto que el destinatario del culto es el Dios único
Hurtado avanza en su razonamiento y prueba primero, gracias al estudio
de la praxis cultual cristiana –himnos a Cristo; oración a Dios por medio de
Jesús; invocación del nombre de éste; creencia en que el espíritu divino del
mesías era compartido por los profetas cristianos–, que tal veneración fue un
fenómeno totalmente tangible. Y añade que la praxis cultual estaba ligada sin duda
a las concepciones cristológicas (visibles en los títulos otorgados a Cristo,
desde mesías a Hijo de Dios, etc.), puesto que eran las que contribuían
esencialmente a la «constitución» del objeto del culto. Y una vez afirmada su
existencia, sostiene Hurtado que la explicación de la génesis de tal culto
radica en la constatación de dos hechos históricos comprobables. Primero: los
seguidores de Jesús tuvieron notables experiencias revelatorias después de la
muerte del Maestro: las apariciones del Resucitado. No se pronuncia sobre su
verdad y apenas las nombra, pero el lector supone que Hurtado cree en su
consistencia histórica. La implicación ulterior es que el autor cree también
que la entronización del mesías en el cielo por obra de Dios es una prueba contundente
de su carácter divino. Segundo hecho: los primeros cristianos llegaron al
convencimiento, por diversas señales celestiales (Hurtado tampoco las precisa
en este libro), de que el Dios bíblico quería positivamente que se generara tal
veneración cultual al mesías.
Al sostener que Jesús era divino y, en consecuencia, rendirle culto,
sostiene Hurtado que los primeros cristianos transitaron por la senda del
«binitarismo», pero no por las del «diteísmo». Nuestro autor distingue
claramente entre ellas. Binitarismo es la creencia que postula la existencia de
un Dios único que desea conservar su trascendencia en sus relaciones con el
mundo; por ello se apoya en un agente que se halla «a su lado» y le está
subordinado. Tal agente es una figura divina relacionada con la primera y
distinguible de ella en importancia; la primera es plenamente Dios; la segunda
participa de esa divinidad. Según el binitarismo, Jesús es divino, pero en
«segunda instancia». El diteísmo, por el contrario, hace referencia a dos
dioses iguales; no hay primero y segundo propiamente, porque ambos tienen las
mismas características, propiedades y poderes, sin distinción alguna. El
monoteísmo binitario cabe, también según Hurtado y otros muchos investigadores,
en el pensamiento judío de esta época, porque no rompe estrictamente con el
Dios único exigido radicalmente por la fe israelita. El diteísmo sería, en
cambio, idolatría blasfema.
Hurtado sostiene, por último, que, estrictamente hablando, no hay
propiamente divinización: «Jesús no se convirtió en un Dios. Antes bien, le
tributaron una devoción que expresaba el reconocimiento típicamente cristiano
de que Jesús era el emisario exclusivo de Dios en quien se reflejaba de forma
singular la gloria del Dios uno y para quien Dios Padre exigía entonces una
veneración total como para un Dios» (pp. 55-56). Estas expresiones son típicas
entre los investigadores creyentes y son voluntariamente ambiguas. Aunque
Hurtado no lo diga, pienso que nuestro autor acepta plenamente la tesis del
Cuarto Evangelio: Jesús era Dios desde siempre. Cuando Jesús nace como hombre,
por designio divino (el Cuarto Evangelio no entra en estas precisiones), en él
se introduce, se encarna, toda la divinidad. No me puede quedar claro, dada la
brevedad del tratamiento, si a esta presunta elección de la cristología
johánica, que defiende en verdad que Jesús existe desde toda la eternidad,
Hurtado une artificialmente la cristología de Mateo, 1-2 y de Lucas, 1-2, para
quienes Jesús no es preexistente, sino que comienza a ser hijo de Dios en el
momento de su concepción por obra misteriosa del Espíritu divino. La teología
cristiana acostumbra a mezclar las dos concepciones, aunque entre sí son
incompatibles.
Dentro del ámbito de la especulación teológica, opino que las tesis de
Hurtado son bastante razonables, aunque deben tenerse en cuenta las
matizaciones del autor de la obra que comentamos a continuación. La versión
inglesa del libro de James D. G. Dunn, ¿Dieron culto a Jesús los primeros
cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento, apareció en 2010, por lo
que tiene muy en cuenta las opiniones de Hurtado. El volumen de Dunn se divide
en cuatro partes, o capítulos, y pretende ofrecer una visión amplia del tema,
comenzando por lo básico. Primero: cuál y qué significado tenía el vocabulario
del culto empleado por los primeros seguidores de Jesús, según el Nuevo
Testamento («arrodillarse», «adorar», «invocar», «venerar»…). Segundo: cómo era
la práctica de tal culto (oración, himnos, salmos banquetes en honor de Cristo,
sacrificios…). Luego un tercer capítulo, necesario, reflexiona sobre «el
monoteísmo judío de la época, los mediadores celestiales y los agentes
divinos». Dunn especifica en líneas generales quiénes eran éstos: el Espíritu,
la Palabra divina, la Sabiduría; ángeles que intervienen entre la divinidad y
los hombres, y seres humanos exaltados al ámbito divino como Henoc, Moisés,
Elías o Melquisedec. Finalmente, en una cuarta parte, trata ya el tema fundamental:
¿consideraron divino a Jesús los primeros cristianos?
Dunn deja perplejo al lector con este vaivén continuo de un «sí pero no»
Para ofrecer esta respuesta, el autor aborda una notable cantidad de
temas conexos: el Jesús de la historia y la función que el Dios de Israel
desempeñaba en la religión de este personaje: ¿fue Jesús monoteísta? No es
absurda la cuestión –sostiene Dunn–, pues la religión de Israel, marco mental
de Jesús y sus seguidores, dejaba sin aclarar la cuestión de la existencia de
otros dioses, aunque en ningún caso se concebía la idea de dar culto a otro ser
que no fuera el Dios de Israel. Dunn analiza también los títulos aplicados a
Jesús, sobre todo el de «Señor» en aparente competencia con el mismo título
aplicado a Yahvé en el Antiguo Testamento; cómo consideraron los primeros
cristianos la relación de Jesús con los principales mediadores divinos,
Espíritu, Palabra, Sabiduría; Jesús como último Adán celeste; los textos del
Nuevo Testamento que llaman estrictamente Dios a Jesús, en especial el prólogo
del Evangelio de Juan y el Apocalipsis.
Dunn llega, como Larry W. Hurtado, a la conclusión de que el monoteísmo
de Israel era mucho más amplio que nuestro concepto de él y, también al igual
que Hurtado, sostiene que el judaísmo de la época de Jesús había ido preparando
la atmósfera religiosa para que nadie se rasgara las vestiduras si un personaje
humano era considerado, tras su fallecimiento, una suerte de entidad divina o
semidivina. Pero la cuestión radical, en opinión de Dunn, es difícil de
responder: «invocar el nombre de Jesús», denominar a Jesús como «señor» al
igual que Yahvé o considerarlo la Sabiduría de Dios, su Palabra encarnada o el
Espíritu vivificador, ¿suponen realmente una divinización de Jesús y, en
consecuencia, un auténtico culto de latría? En apariencia, habría que decir que
sí, pues el Cuarto Evangelio defiende la preexistencia de la Palabra divina que
se encarna luego en Jesús («Y el Verbo se hizo carne», en Juan 1, 14). El
Apocalipsis es aún más claro; en él se ve con toda nitidez que Jesús, el
Cordero, es exactamente igual a Dios y equiparable a la divinidad en todo.
Pero, a la vez, en el conjunto del Nuevo Testamento no se denomina «Dios»
directamente a Jesús más que seis veces (Evangelio de Juan 1, 1; 1, 14; 20, 28;
Tito 2, 13; Hebreos 1, 8; 2 Pedro 1, 1). Hay un cierto pudor en decir
claramente que Jesús es Dios.
A pesar de estos casos tan claros de divinización del Mesías, el culto
cristiano primitivo fue sólo al Dios de Israel, pero con la convicción de que
Jesús estaba completa e íntimamente unido a ese Dios al que se rendía culto.
Los primeros cristianos no dieron a Jesús un culto estricto, sino al Dios único
mediante Jesús. Sin embargo, como hemos visto, a la vez consideraron que Jesús
era Dios, de algún modo. Sostiene Dunn que Jesús era entendido como la
encarnación de la cercanía del Dios trascendente; que aquél era en un sentido
real Dios mismo acercándose a la humanidad, que Jesús participaba de la
Sabiduría y del Designio divino, y que invocarlo era el medio y el camino por
el que debían de llegar a dar un culto verdadero al Dios trascendente.
Lo importante, según Dunn, es la
convicción de los primeros cristianos de que, con esa manifestación más o menos
diáfana de la divinidad en Jesús, y con frases tan fuertes como la paulina de
Filipenses 2, 11 –ante el nombre de Jesús debe doblarse «en los cielos, sobre
la tierra y en los abismos», expresión máxima del monoteísmo de Israel en
Isaías 45, 23 en su versión griega–, no se rompía el credo monoteísta que
prohibía que se rindiera culto a nadie que no fuera Dios. Por tanto, a pesar de
venerar al Nazareno exaltado al ámbito divino por Dios mismo, se afirmaba que
la divinidad era única y que el Padre era siempre mayor y más importante que el
Hijo. Por eso, salvo en el caso del Apocalipsis, y con algunos reparos en el
Evangelio de Juan, a la pregunta de si los primeros cristianos dieron verdadero
culto a Jesús y si lo consideraron Dios, con mayúscula, la respuesta ha de ser
negativa: el Jesús exaltado no era el destinatario del culto como si fuera
totalmente Dios o se identificara plenamente con él. Su veneración se entendía
como culto dado a Dios en él y mediante él, «el culto de Jesús en Dios» y «de
Dios en Jesús».
El libro de Dunn concluye con unas declaraciones muy teológicas en las
que se afirma que, frente a judíos y musulmanes, el cristianismo ofreció una
fórmula –la divinización de Jesús– como un modo de cruzar el abismo entre la
divinidad trascendente y la humanidad; por tanto, en contra de la opinión de
judíos e islámicos, el cristianismo no es una religión triteísta sino
monoteísta, puesto que sostiene que el único destinatario del culto es el Dios
único.
En el fondo, Dunn deja perplejo al lector con este vaivén continuo de un
«sí pero no». El creyente deberá «rumiar» qué significan exactamente las
expresiones que acabamos de transcribir o resumir. De cualquier modo, y como
historiador, estoy de acuerdo con Dunn en sus precisiones sobre el culto
cristiano dado exclusivamente a Dios a través de Jesús y por la intermediación
de éste. Igualmente pienso que es correcta la idea de que los primeros
cristianos concibieron al Cristo celestial –y, por retroproyección imaginativa
hacia su vida terrenal, también al Jesús terrestre– como la representación de
Dios más cercana a los hombres, y el ser humano más cercano posible a Dios.
Estoy de acuerdo también en que la consideración del Jesús exaltado como Logos,
Sabiduría y Espíritu será la base del proceso de divinización plena de aquel en
tiempos posteriores. Sin duda, tales especulaciones sólo fueron posibles por
efecto de la asimilación consciente por parte del judaísmo helenístico desde
hacía siglos y, por consiguiente, por los judeocristianos después, del
platonismo y estoicismo vulgarizados y popularizados.
El cuarto libro, Espacios fronterizos. Judaísmo y cristianismo en la
Antigüedad tardía, de Daniel Boyarin, profesor de Estudios Talmúdicos en la
Universidad de California en Berkeley, no tiene como fin directo preguntarse
por el proceso de la divinización de Jesús, sino investigar la formación del
cristianismo y del judaísmo rabínico como dos religiones diferentes, intentando
precisar cuál fue el momento en el que estas religiones se consolidaron y
constituyeron plenamente como tales. Según Boyarin, la divinización plena de
Jesús es uno de los factores clave, pero no el único, sino junto a otros –por
ejemplo, univocidad respecto a pluralismo hermenéutico, desterritorialización
respecto a la territorialidad étnica del hecho religioso, fortalecimiento del
dispositivo ortodoxia/heterodoxia respecto a su rechazo final, etc.– con los
que se halla imbricado y de los que depende. Boyarin plantea en este importante
libro la cuestión relativa a la legitimidad y el uso del binitarismo como
factor clave de consolidación de dos fenómenos religiosos, el cristianismo y el
judaísmo rabínico, de tanto peso en el mundo, al menos occidental. Sin duda,
sostiene el autor, el binitarismo precipitará y sobredeterminará el proceso,
pero no lo agota.
A juicio de Boyarin, no existe en la época final del Segundo
Templo ningún judaísmo que no estuviera helenizado
Una de las ideas centrales del libro es mostrar, tras las huellas del
estudio de Alain Le Boulluec, La notion d’hérésie dans la littérature
grecque, IIe-IIIe siècles (Turnhout, Brepols, 1985), que en la
consolidación plena, tanto del judaísmo como del cristianismo, fue la noción de
herejía/ortodoxia en torno a la naturaleza de Jesús (¿era o no el Logos de Dios
y en qué sentido?) la clave de bóveda. El autor defiende que el proceso de
consolidación de las dos religiones fue muy largo: comienza claramente a
mediados del siglo II, o quizás antes, y no termina hasta el siglo V. Ahora
bien, en este lento desarrollo desempeña una función absolutamente fundamental
la teología acerca de los mediadores divinos, en especial el Logos/Sabiduría
(arameo Memrá), y la aceptación o rechazo de Jesús como tal Palabra de
Dios.
La tesis central del libro de Boyarin es la siguiente: la teología del
Logos nace en el ámbito judío de época helenística, en momentos bastante
anteriores a la era cristiana, y comienza a ser perceptible en especulaciones
netamente judías sobre la Palabra creadora de Dios (Génesis 1) y la Sabiduría
divina como agente de esa creación (Proverbios 8). Con diversos matices, tales
especulaciones sostienen que entre Dios y el mundo existe una segunda entidad
divina. Tal doctrina fue defendida por numerosos judíos anteriores al
cristianismo y coetáneos, entre los que destaca Filón de Alejandría (siglo I de
la era común). Boyarin insiste una y otra vez en que esta doctrina es puramente
judía, aunque reconoce el trasfondo helénico, platónico sin duda, pues defiende
que no existe en la época final del Segundo Templo ningún judaísmo que no
estuviera helenizado.
A finales del siglo I, el prólogo del Evangelio de Juan aplica estas
nociones judías del Logos a una persona concreta e histórica: Jesús de Nazaret.
Es este un ser humano en el que se ha encarnado esa Palabra/Sabiduría. Una
atenta lectura en clave intertextual de este famoso texto descubre que no se
trata –como piensa la inmensa mayoría de los investigadores– de un «himno» a
Cristo, sino de un midrás puramente judío elaborado sobre la creación (Génesis
1) y, cómo ésta, la produce Dios no directamente, sino a través de su
Palabra/Sabiduría. El autor judeocristiano del Cuarto Evangelio toma una
composición judía previa sobre la Memrá/Palabra/Sabiduría –en la que se leía el
texto de Génesis 1 a la luz, sin decirlo expresamente, de Proverbios 8– y la
traspasa con ciertos cambios a Jesús.
Concretando más esta interpretación, el Evangelio de Juan 1, 1-5 es una
paráfrasis judía, en griego naturalmente, de Génesis 1, 1-5, mientras que el
resto del prólogo no es más que una amplificación de esta paráfrasis en tres
partes: vv. 6-8; 9-13; 14-18 (otros opinan que la división debería ser 1-5 +
6-8 + 9-18). Hay quienes sostienen que el prólogo sería creación del autor
judeocristiano en estas tres últimas secciones en que el contenido parece ya
cristiano, porque alude a Juan Bautista y a Jesús. Boyarin admite
específicamente la inserción sobre el Bautista (vv. 6-8), pero defiende
enérgicamente que la parte cristiana no comienza más que en el verso 14, «Y el
Verbo se hizo carne», y que lo anterior, salvo el añadido del Precursor, hace
referencia a los diversos descensos del Logos/Sabiduría a la tierra: uno antes
de Abrahán; otro con Abrahán y otro con Moisés en el Sinaí.
Ya desde la composición del Diálogo entre Justino Mártir y el
rabino Tarfón/Trifón, escrito a mediados del siglo II, se percibe cómo las
posturas de los contendientes son antagónicas: es cristiano quien acepta esta
aplicación de la doctrina judía del Logos a Jesús; es judío quien no la admite.
El judío acusa al cristiano de diteísmo y Justino afirma que no es así. El que
la divinidad, el Yahvé de la Biblia común de los dos dialogantes, emplee un
agente, o «ayudante», para conservar a la vez su trascendencia y su inmanencia
especto al mundo, constituye una riqueza del monoteísmo, no una herejía
idolátrica, argumenta Justino.
El siguiente punto de Boyarin es demostrar que –por muy increíble que
parezca, dada la idea que se tiene comúnmente sobre el judaísmo rabínico, y el
de hoy día, su sucesor, como férreamente monoteísta–, el binitarismo defendido
por Justino Mártir estaba mucho más difundido entre judíos no cristianos de lo
que suponemos. No solamente es muy visible en el citado Filón de Alejandría,
sino más tarde, en las composiciones sinagogales, no rabínicas, de los siglos I
y II, los targumim, tales como el Targum de Palestina, o el Targum Neófiti 1.
En estas traducciones parafrásticas de la Biblia, la Palabra/Memrá divina
realiza las mismas funciones que el Verbo/Salvador cristiano: ayuda en la creación;
habla a los humanos; se autorrevela; castiga a los perversos en el Juicio;
salva y redime. Según Boyarin, esta interpretación de la Memrá/Palabra es un
claro binitarismo y se origina en una matriz judía.
Boyarin defiende la tesis del binitarismo judío como la base y la vía de
la divinización de Jesús de Nazaret
Así pues, bien entrada la era cristiana, el binitarismo judío prosigue
con fuerza. Se percibe claramente en las especulaciones místicas del siglo II
d. C. en torno al trono de Dios (denominado «Merkabá» o «Carro»; de ahí la
mística de la Merkabá, que acabará en la Cábala), en la composición de obras
del ciclo de Henoc (libros de las Parábolas de Henoc; Henoc Hebreo y Henoc
eslavo –publicados en castellano en la colección Apócrifos del Antiguo
Testamento de la editorial Cristiandad–, a quien los judíos denominan Metatrón
(«el que está detrás o al lado del trono» de Dios) y presentan sentado en un
trono más pequeño, designándolo como un «Yahvé menor». Igualmente tales
concepciones binitarias judías se manifiestan claramente en suficientes pasajes
de la Misná y de los Talmudes. Encontramos en ellos restos de estas
concepciones teológicas y su crítica más o menos feroz. Hasta del famosísimo y
prestigiado Rabí Aquiva, uno de lo sabios más señeros de todo el judaísmo, se
dijo que defendió este binitarismo o, como los rabinos lo denominaban, «hay dos
poderes en el cielo».
A la vez, a partir también de mediados del siglo II, este binitarismo
tan judío comienza a ser considerado herejía por los rabinos precisamente
porque la mayoría de los cristianos va aceptándolo en la misma línea que la del
Cuarto Evangelio. Y así continuará esta disputa durante los siglos III, IV y V,
hasta el concilio de Calcedonia, en 451, en el que se define ya con toda
precisión no sólo la naturaleza del Verbo, sino la del Espíritu Santo y las
relaciones internas de la Trinidad. En opinión de Boyarin, más o menos por esas
fechas es cuando hay que situar la consolidación plena del cristianismo y, por
oposición, la del judaísmo.
Es curioso, argumenta Boyarin, cómo el rechazo o la aceptación de la
doctrina acerca del Logos forman una suerte de campo, o espejo, en el que se
invierten los papeles: lo que antes podría ser más o menos ortodoxo dentro del
judaísmo, incluso para ciertos rabinos, pasa a ser heterodoxo; y lo que era
heterodoxo para el judeocristianismo más primitivo, por ejemplo de la iglesia
madre de Jerusalén, a saber, considerar a Jesús un ser plenamente divino,
pasará a ser ortodoxo.
Lo más interesante para el presente ensayo es que la obra de Boyarin
defiende, al menos implícitamente, pero con toda claridad, la tesis del
binitarismo judío como la base y la vía de la divinización de un ser humano, en
concreto de Jesús de Nazaret. Esa divinización por el sendero de un binitarismo
judío no queda del todo clara en Pablo de Tarso, a pesar de su notabilísima
reinterpretación del Jesús de la historia como el Cristo celestial, pero sí con
mucha nitidez en el Cuarto Evangelio, como hemos expuesto arriba: ese Prólogo,
tan judío, sólo adquiere un marcado carácter de proclamación cristiana en el
verso 14: «Y la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros».
Se preguntarán los lectores de este ensayo, que versa sobre la
divinización de Jesús, si Boyarin trata en su obra del «rabino» de Nazaret y de
Pablo de Tarso. Nuestro autor no está interesado en ellos directamente, porque
su libro se inicia cuando ya el «cristianismo» tiene una cierta entidad, a
mediados del siglo II, y es evidentísimo que cuando vivieron Jesús y Pablo el cristianismo
no existía aún. Ni Jesús pudo ser el fundador del cristianismo ni tampoco el
Apóstol, aunque debe reconocerse que el primero ofrece ciertos fundamentos y el
último aporta al futuro de esta religión su principal andamiaje intelectual.
Deseo añadir aquí mi opinión
personal respecto al caso de Jesús y de Pablo en defensa de la idea de que el
cristianismo no existía en esos momentos, por lo que la obra de Boyarin hace
bien en no abordarlos. Respecto a Jesús, opino que tiene razón la investigación
independiente en no considerarlo fundador del cristianismo por dos razones
básicas y sencillas: porque el cristianismo nace después de la muerte de Jesús;
y porque la investigación está de acuerdo en general en que Jesús fue un judío,
que jamás abandonó su religión judía ni dio tampoco muestra alguna de querer
superarlo, sino de entenderlo y vivirlo en profundidad. Respecto a Pablo,
pienso que puso notables fundamentos para la creación del futuro cristianismo,
pero que fueron más bien sus seguidores, su «escuela» o el «deuteropaulinismo»,
tanto los evangelistas como los autores de Colosenses, Efesios, Epístolas
Pastorales, etc., los que comenzarlo a crearlo. Pablo parece divinizar de algún
modo a Jesús y lo hace, en todo caso, por la vía del binitarismo; ciertamente
no transita por ella plenamente. Esta opinión dubitante se fundamenta en la
doble hipótesis, razonable, de que: 1) Los pasajes de las cartas auténticas de
Pablo que parecen hablar de la preexistencia de Jesús como Logos/Sabiduría,
claves para la divinización, pueden tener otras interpretaciones (los textos
principales son 1 Corintios 2, 8; 10, 4; 15, 45-49; Filipenses 2, 6-11; Romanos
8, 3-4; el más difícil es 1 Corintios 10, 4, referido a los israelitas que
caminaban por el desierto durante el éxodo de Egipto: «Y todos bebieron la
misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la
roca era Cristo»); y 2) Al parecer, Pablo nunca fue atacado por sus adversarios
por haber presentado una suerte de binitarismo tal como sí aparece en el
trasfondo de algunas disputas de Jesús con los «judíos» en el Cuarto Evangelio
(Juan 5, 18: sus adversarios acusan a Jesús de equipararse a Dios; Juan 10,
31-33: los judíos se preparan para lapidar a Jesús porque, siendo hombre, «se
hace a sí mismo Dios»), sino por graves discrepancias en torno a la
interpretación de la ley de Moisés y su vigencia respecto a los gentiles que
creen en el Mesías.
Tampoco aborda el libro de Boyarin por qué los judíos nunca dieron culto
a ese «Segundo Poder en el cielo», el Logos, aunque reconocieran que era una
entidad divina, y por qué los judeocristianos sí lo hicieron desde el primer
momento. Y es aquí donde intervienen las tesis de Hurtado, y de Dunn, aun con
sus diferencias, señalando el marcado carácter especial del mesianismo
judeocristiano, que parte de la creencia única de una resurrección única de un
personaje único que es Jesús de Nazaret y cómo llegaron a la conclusión sus
seguidores, por el estudio de las Escrituras y por sus trances revelatorios –apariciones
y estudio inspirado de las Escrituras– que ese culto, o veneración, era la
voluntad de Dios.
La diferencia entre Hurtado y Dunn es que para el primero aparece con claridad en el Nuevo Testamento el estatus divino de Jesús, mientras que para el segundo hay una suerte de pudor y retracción intelectual en considerarlo Dios, salvo en el Apocalipsis y en los poquísimos textos en que se denomina así a Jesús mesías. Horbury no aborda el tema expresamente. Y todos los autores presentados en este ensayo están de acuerdo en que la aclaración de la naturaleza divina del mesías llevará bastante tiempo en desarrollarse y manifestarse con total claridad (hasta el Concilio de Calcedonia en 451, como ya se ha dicho). También hay acuerdo, al menos implícito, entre los tres últimos autores reseñados en que, al final, aceptar o no plenamente que Jesús era el Logos será la clave para la separación del judaísmo y cristianismo constituidos en sistemas ortodoxos gracias a la tarea de los heresiólogos por una y otra parte, cristianos y judíos (sobre todo Boyarin).
La diferencia entre Hurtado y Dunn es que para el primero aparece con claridad en el Nuevo Testamento el estatus divino de Jesús, mientras que para el segundo hay una suerte de pudor y retracción intelectual en considerarlo Dios, salvo en el Apocalipsis y en los poquísimos textos en que se denomina así a Jesús mesías. Horbury no aborda el tema expresamente. Y todos los autores presentados en este ensayo están de acuerdo en que la aclaración de la naturaleza divina del mesías llevará bastante tiempo en desarrollarse y manifestarse con total claridad (hasta el Concilio de Calcedonia en 451, como ya se ha dicho). También hay acuerdo, al menos implícito, entre los tres últimos autores reseñados en que, al final, aceptar o no plenamente que Jesús era el Logos será la clave para la separación del judaísmo y cristianismo constituidos en sistemas ortodoxos gracias a la tarea de los heresiólogos por una y otra parte, cristianos y judíos (sobre todo Boyarin).
Pienso que, aun sin afirmarlo tajantemente en los libros comentados,
Dunn y Horbury –cristianos– y Boyarin –judío– no dudan ni un instante en que
Jesús no fue simplemente más que un ser humano que, por un proceso más o menos
explicable dentro de una teología judía de siglos de recorrido, el binitarismo,
fue divinizado posteriormente, después de su muerte.
Antonio
Piñero es Catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense. Sus
últimos libros son Todos los
evangelios (Madrid, Edaf, 2009),
Apócrifos del Antiguo y Nuevo testamento (Madrid, Alianza, 2010), El Juicio Final (Madrid, Edaf, 2010;
en colaboración con Eugenio Gómez Segura), Jesús de Nazaret. El hombre de las cien caras (Madrid, Edaf,
2012) y Ciudadano Jesús
(Madrid, Atanor, 2012).